Despierto. Silencio. Sólo escucho los latidos de mi
corazón. Estoy agitado y sudado. Ahora también siento la puntada justo en medio
del entrecejo. Un dolor profundo y constante. Aquel maldito zumbido. Se hace
cada vez más insoportable. A veces parece que me abandona, que se va. Pero no,
vuelve con mayor intensidad. Lo mejor es buscar en el botiquín el frasco con
mis píldoras. Siempre dan resultado. Después de la última crisis, hacía algo
así como dos años, el tratamiento y los fármacos habían surtido efecto. Ya no
tuve más reacciones agresivas, ni jaquecas, ni siquiera aquel zumbido que me
martirizaba en este momento.
El frasco está vacío.
Sólo una vez había ocurrido que olvidé comprar el
medicamento; pero pude soportar su ausencia. Es más, creí desde ese
incidente, que las píldoras eran una especie de muleta psicológica, como
una especie de placebo para calmar la ansiedad. Pero en este momento las
necesitaba con desesperación. El dolor era terrible y el sonido me aturdía.
Decidí salir a la calle, tal vez consiguiera una farmacia de turno. Ahora que
después de todo: ¿Qué hacía durmiendo en el living?
Estaba como si recién me hubiera cambiado, con un jean
liviano de verano y una camisa oscura de hilo.
Silencio. Sólo el zumbido dentro de mí cabeza.
El implacable dolor no me dejaba recordar que había pasado
antes de dormirme. Me volví a sentar en el sofá. Traté de pensar. Y
llegue a la conclusión de que antes dormir estaba vestido de otra manera. Un
primer recuerdo vago eran de la bermuda color bronce y una remera clara.
¿Por qué me había cambiado antes de irme a dormir?
¿Por qué no estaba en el dormitorio con ella?
¡Ella!
Silencio. Zumbido.
Me levante y me dirigí al dormitorio. De pasada eche un
vistazo al jardín a través del ventanal. No se veía nada en lo absoluto. Una
niebla espesa no me permitía ver más allá de las macetas que tenía en el
descanso de la ventana.
A medida que caminaba hacia la habitación una sensación de
desasosiego me iba invadiendo. Al llegar frente a la puerta estaba agitado como
con un ataque de asma. El dolor y el zumbido eran todavía más fuertes.
Tenía que conseguir las medicinas.
Estuve un buen rato luchando con el picaporte. Quería
entrar. Pero no quería. ¿Qué me estaba pasando? Empuje la puerta de golpe.
Silencio y más zumbido.
Era como un enjambre de abejas subiendo por mis oídos hasta
dentro del cerebro.
Ella estaba ahí. Desnuda sobre la cama, boca arriba, sus ojos
vacuos perdidos más allá del cielo raso, el vientre desgarrado rezumaba
sangre sobre las sábanas.
Quise gritar y no pude. Tampoco tuve fuerzas para
acercarme. Para abrazarla.
¿Qué había pasado?
Dolor y zumbido. Atroz. Profundo.
Entonces otro recuerdo. La beba.
Más silencio. Más dolor.
Caminé como borracho hasta el cuarto de la criatura. Por el
vértigo ya no pude caminar más. Una sucesión de imágenes me paralizó: una
ventana rota, el frío y la niebla entrando amenazadora en la habitación, la
cuna en la penumbra, la colcha empapada en su sangre, que cae gota a gota por
las patas de la cunita hasta manchar la alfombra.
¡No! ¡Ella también!
Di un par de pasos hacia la puerta y cuándo la iba a
empujar vi aquello: la marca de una mano ensangrentada sobre la madera blanca.
Comencé a sollozar. Había perdido, sin saber cómo, todo lo
que amaba. No sabía el por qué. Tampoco quién había sido.
¿Quién?
¿Dónde estaría?
¿Estaba aún aquí?
Retrocedí un par de pasos y busqué la llave de la luz.
Nada.
¡La cocina!
Corrí hasta la cocina donde estaba el tablero de la luz.
Ese alguien, el asesino, había cortado los cables de alimentación a la
llave general. Con la vista busqué un taco donde teníamos un juego completo de
cuchillos y cuchillas. Faltaba uno, el más grande. Las había matado con ese
cuchillo.
Me sentía cobarde e indefenso. Parecía que el miedo le
ganaba la batalla al odio que me ardía en el estómago.
¿Qué hago? ¿Qué carajo hago?
Tomé otro cuchillo del taco. Comencé la búsqueda. Si estaba
aún en la casa, o lo mato o me mata, un instinto asesino gobernaba todos
mis movimientos.
Primero revisé el dormitorio. Nada.
Después el cuarto de la beba.
Del tipo ni rastros. Dentro de la casa sólo quedaba el baño
por revisar. Después el jardín y la caseta del fondo.
En el baño nada.
Tal vez ya hubiera huido. Pero ¿por qué me había dejado con
vida? ¿Me habría desmayado?
Silencio, dolor y zumbido.
Me acerqué a la ventana. La bruma aún era más espesa, ya
casi ni veía el macetero. Seguro que estaba escondido en el cuarto del fondo.
Raro que el perro no ladrara, tal vez también lo había matado.
Debo salir a buscarlo.
Al alejarme de la ventana golpeé el marco que estaba
colgado en la pared. Contengo la respiración mientras lo atajo para que no se
caiga, no debía hacer ningún ruido.
Entonces lo vi.
El rostro desencajado, los cabellos sudorosos pegados en la
frente.
El reflejo de la desconcertada mirada del asesino que mira
desde lo más profundo de aquél espejo.
Segundo puesto en el concurso de la Asociación de Arte y Cultura de Merlo (Bs As., Argentina) en el año 2004